Cada día es diferente, aunque muchas veces no lo parezca. Te levantas, desayunas (si te da tiempo) y te preparas para que, gracias a tu aportación, el mundo siga evolucionando. Así pues, me preparo para afrontar un nuevo día pero con la diferencia de que hoy iré acompañado de mi cámara de fotos. Es más, voy a seguir el lema de una campaña de publicidad de cámaras que decía algo así como: “No pienses, ¡dispara!”.
Sin perder ni un solo segundo me pongo a ello. Me levanto, localizo mi cámara, me voy a duchar y ¡Zas!, primera fotografía al espejo de mi baño para observar mi cara de muerto viviente a las siete y media de la mañana. No está mal para empezar…
Cuando me voy a desayunar ya está allí mi padre haciendo lo propio. Saludo, mirada y fotografía. Como mi padre ya sabe que mi cabeza no siempre actúa de una forma racional, ni siquiera pregunta qué hago a las ocho de la mañana sacando fotografías con la cámara apagada. Es el precio de la costumbre. Desayuno junto a él y nos despedimos hasta el mediodía. Cuando voy hacia el cuarto empiezan a salir mis hermanos de sus aposentos. Miradas perdidas, legañas, caras de sufrimiento y un sonrisa final como recompensa a la fijación de la cámara en ellos. Cuando salgo de casa ya se nota que la cuenca empieza a enfurecerse porque nos recibe con lluvia y frío típico de sus enfados (que son muchos a lo largo del año). Me voy a Oberena porque tengo un partido de fútbol con mi equipo a las nueve. Mientras conduzco observo a unos chavales de unos veinte años que van dando tumbos por la acera y ya me puedo imaginar de donde vienen pero al ver que no llevan churros a sus padres también me puedo imaginar cómo van a ser recibidos… Paro el coche y les saco una foto. Cuando llego a Oberena me encuentro con mis compañeros. Foto por aquí y foto por allá. Todos me miran con cierta curiosidad porque ni siquiera he quitado la tapa del objetivo y, aunque les explico la función de este trabajo, no les queda del todo claro y siguen riéndose. Nos metemos al vestuario y saco la última fotografía presentable de todos nosotros porque nos tenemos que cambiar.
Al acabar el partido (que por cierto perdimos por 3-2) vuelvo a coger la cámara en el vestuario. Más fotos y ahora las caras son distintas. Cansancio, sofoco, resignación y enfado es lo que me encuentro por lo que, antes de molestar, dejo la maquinaria y me ducho. Al acabar con el aseo, nos vamos a almorzar todos juntos a un bar cercano. Ya todo es distinto. Se olvida el resultado y empezamos a charlar amistosamente entre todos. Unas cervecitas, unos pinchitos y unas buenas carcajadas hacen hubiesen hecho de mis instantáneas unas buenas imágenes para el recuerdo si llego a sacarlas. Pero ya habrá otros días para ello.
Al acabar me voy a casa para comer con mi familia. Nos sentamos todos en la mesa y comemos conejo (tan de moda ahora con la subida de precios). Le hago una foto mientras observo a mis hermanos y a mis padres a quienes también retrato gustosamente. Cuando acabamos me voy a dormir un poco porque estoy reventado. Me tumbo en la cama y me doy cuenta de que nunca he fotografiado la cama donde llevo durmiendo desde que casi tengo uso de razón. La fotografío y empiezo a recordar todo lo que he vivido en mi cuarto. Sonrío, pienso y por último añoro años pasados.
Cuando me levanto observo que la cuenca nos ha dado un respiro y ha salido el sol. Hago un par de llamadas y me voy de casa. Camino y voy sacando fotos a todo lo que me llama la atención. Críos jugando en la calle, parejas de la mano, árboles que se retuercen y reflejos en los charcos de la lluvia de la mañana. Es bonita nuestra ciudad aunque muchas veces se nos haga pequeña. Al doblar la esquina de Iturrama con Pío XII me encuentro con una vieja amiga y charlamos un rato. Le saco un par de fotos y nos vamos a tomar algo. Para cuando me quiero dar cuenta, se me ha hecho muy tarde y ya no llego a mi cita de las nueve. Llamo, me excuso y me voy a casa preocupado por si he podido molestarle. Sigo sacando fotografías a todo lo que se mueve y probablemente lleve más de de mil en este momento pero da igual, no me canso de apretar el “gatillo”.
Al llegar a casa no hay nadie de mi familia. La única que me recibe es mi perra Motta, un labrador de cuatro años. Como está hiperactiva me voy a dar un paseo con ella. Jugamos un rato, saco algunas fotos más y me vuelvo a subir a casa. Tengo hambre y voy al frigorífico. No hay casi nada, sólo la lubina que mi madre ha preparado para cenar esta noche. Pero como yo me tengo que ir antes no podré catarla. Así, le saco una foto y me voy a cenar con unos amigos al chino de Yamaguchi. Allí vuelvo a sacar unas fotos a mis amigos comiendo con los palillos chinos. Todo un reto para los más novatos y unas risas para todos los demás. Al ver que ya vamos a empezar a sacar los licores, creo que lo aconsejables es que lleve la cámara a casa para que no sufra daños. Por ello, saco una última foto al restaurante, a la mesa de mis amigos y a las camareras y me voy. Al llegar a casa están mis padres y lo que queda de la lubina (muy poco por cierto). Dejo la cámara y les digo que me voy de fiesta. Al preguntarme a qué hora llegaré, sin que me tiemble la voz no dudo en contestarles que pronto, temprano, sobre las siete u ocho de la mañana. Tendría que haber esperado a guardar la cámara porque ahora sí que la cara de mis padres es un verdadero poema…
Juguetes
Cuando dicen que los juguetes tienen fecha de caducidad es cierto. Los niños dejan de ser niños cuando ya no juegan con sus "aparatos" de la niñez. Pero todos los hombres rechazamos ese crecimiento natural y nos aferramos a los recuerdos.

Yo ya no tengo la suerte de mantener mis juguetes. Tengo primos pequeños que han ido heredando todas mis pertenencias y ahora sólo me queda el consuelo de verles a ellos revivir tantos buenos momentos que tuve yo. Y eso está muy bien.

Es curioso que cuantos menos juguetes tienes más disfrutas de ellos. Cuando vivía en Estella, tenía un vecino que siempre tenía más juguetes que yo. Grandes, pequeños, novedosos e incluso innecesarios. Su problema era que nunca los llegó a disfrutar de verdad. Cuando veía como yo no necesitaba mas que un balón y un hermano, amigo o conocido se le notaba molesto. Veía cómo todos disfrutaban menos él porque ni siquiera compartía los juguetes. Es extraño cómo se comporta un niño y cómo se parece a una persona mayor.


Actualmente mantengo una buena relación con él pero continúa comportándose como antes. Trabaja en la empresa de su padre, tiene un poder económico considerable pero cuando nos adentramos en su mundo personal, su estado es el mismo que hace quince años: solitario y egocéntrico.

Esto nos enseña que todos debemos volver a ser pequeños dentro del mundo de los mayores. Ayudar, compartir, expresarnos y sentir como lo hacíamos antes, sin temor a las posibles consecuencias y sin miedo de ser etiquetados. Echamos de menos esa inocencia perdida de las buenas intenciones cuando nos adentramos en el mundo adulto de los empujones y las preocupaciones. Aunque no se ustedes pero yo, en cuanto tengo un poco de tiempo, intento volver a ser un niño para sentirme vivo. Se lo recomiendo a todos.
Yo ya no tengo la suerte de mantener mis juguetes. Tengo primos pequeños que han ido heredando todas mis pertenencias y ahora sólo me queda el consuelo de verles a ellos revivir tantos buenos momentos que tuve yo. Y eso está muy bien.
Es curioso que cuantos menos juguetes tienes más disfrutas de ellos. Cuando vivía en Estella, tenía un vecino que siempre tenía más juguetes que yo. Grandes, pequeños, novedosos e incluso innecesarios. Su problema era que nunca los llegó a disfrutar de verdad. Cuando veía como yo no necesitaba mas que un balón y un hermano, amigo o conocido se le notaba molesto. Veía cómo todos disfrutaban menos él porque ni siquiera compartía los juguetes. Es extraño cómo se comporta un niño y cómo se parece a una persona mayor.
Actualmente mantengo una buena relación con él pero continúa comportándose como antes. Trabaja en la empresa de su padre, tiene un poder económico considerable pero cuando nos adentramos en su mundo personal, su estado es el mismo que hace quince años: solitario y egocéntrico.
Esto nos enseña que todos debemos volver a ser pequeños dentro del mundo de los mayores. Ayudar, compartir, expresarnos y sentir como lo hacíamos antes, sin temor a las posibles consecuencias y sin miedo de ser etiquetados. Echamos de menos esa inocencia perdida de las buenas intenciones cuando nos adentramos en el mundo adulto de los empujones y las preocupaciones. Aunque no se ustedes pero yo, en cuanto tengo un poco de tiempo, intento volver a ser un niño para sentirme vivo. Se lo recomiendo a todos.
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